sábado, 13 de octubre de 2018

Un millón de estrellas.

Siempre podrían suceder un montón de cosas extrañas cuando dejabas que yo tomara las riendas de la situación. Conmigo en la cabeza las cosas siempre podían salirse un poco de las manos y terminábamos haciendo cosas que jamás pensaríamos hacer. Algunas veces ésto era nefasto, pero otras era lo mejor que nos podía pasar.

Estábamos solos, echados en la cama mirando el techo, tenías de esas estrellas que alumbran en la noche pegadas en tu techo, y mientras nuestros pies jugueteaban y nuestras manos se acariciaban, nuestras miradas iban fijas a ése techo. Yo contaba cuantas habían y pensaba en cuanto tiempo llevaban ellas en ese techo. Volteé a verte y en ese momento justo me viste, no pude con tu mirada y me sonrojé, a lo que respondiste besándome. Siempre me decías que era muy idiota, pero que entre todas las cosas era tu idiota. Empezaste a recostarte sobre mí, y al final, la noche se extendió entre el calor que emanaban nuestros cuerpos.

De mañana, nos vimos, y de la nada tomaste mi mano, me hiciste vestirme rápido y salimos a caminar. En el parque mirábamos como los perros corrían y la gente vivía sus vidas, mientras de la mano me llevabas por lugares que a duras penas recordaba haber caminado. Subimos unas escaleras y llegamos a un parque. Nos echamos en el pasto a hablar. Era feliz con esas pequeñas cosas y no lo dimensionaba.

De la nada una idea estúpida pasó por mi cabeza, te levanté y nos fuimos a tu casa, te dije que hicieses una maleta rápida, que a mi me bastaba solo con estar contigo, recogimos unas cuantas cosas y salimos, no sabías nada, pero me seguías la cuerda. Tomamos un bus y ahí empezó nuestra pequeña aventura. Pasaron una, dos, tres horas y ni yo sabía donde nos teníamos que bajar; como una señal del destino el bus paró y nosotros bajamos ahí. Caminamos otra media hora, hasta encontrar una casa, sabía que había estado ahí antes, entramos, nos pusimos cómodos y prendimos la chimenea.

Ya era de noche, claramente te había hecho hacer un montón de cosas para las cuales no nos habíamos preparado. Rendidos, cansados y agotados, solo queríamos acostarnos a descansar. Pero antes de eso, te saqué al jardín y nos echamos nuevamente en el pasto, esta vez acostados. Nuestros pies jugueteaban mientras nuestras manos se acariciaban, más y más cerca cada vez. El frío de la noche no era rival para el calor de nuestros cuerpos cada vez más juntos. En ese instante, con tus piernas rodeando las mías y mi brazo al rededor de tu cintura, miré al cielo. Veía pequeños puntos centellantes en el cielo; millones de estrellas rodeándonos en el firmamento.

Me sentí diminuto, volteé a verte y preciso tu también a mi, a lo que repetiste lo de la noche anterior y sonrojado, me besaste. Estoy seguro que podría tener un millón de besos por cada una de las estrellas que nos veía esa noche, y no quedaría satisfecho. Empecé a pensar en que estabas a mi lado, y esa sensación de disminución se iba yendo, a tu lado me sentía muy grande, muy tranquilo... muy feliz. Y pensé, que no hace falta un millón de estrellas, ni las diez que hay en el techo de tu cuarto, para darme cuenta que a tu lado, soy un hombre feliz.

De tu mano, siendo tu idiota, soy alguien absolutamente feliz.